Comentario
La nueva ideología humanística que responde al nuevo tipo de hombre que surge en estos momentos, va a buscar, en un proceso de pura lógica que rechaza el teocentrismo medieval, configuraciones a la romana como soporte formal a sus inquietudes y afanes. La Europa de fines del siglo XV e inicios del XVI, halla este ideal en el Renacimiento italiano, sobre el que vuelca su atención, como proceso cultural desarrollado tomando como guía a la Antigüedad clásica y, a la sazón, con resultados, teóricos y prácticos, de una gran madurez, fruto, en general, de un ordenamiento cívico y de unos presupuestos laicos, ensayados en las ciudades-estado italianas que, si bien como organizaciones políticas no resultan válidas a las monarquías europeas, sí son vistas como depositarias de una serie de modos y presupuestos culturales anhelados.
Como vías de acercamiento a Italia y de penetración de sus presupuestos en Europa, debemos considerar varios hechos importantes, además de la difusión de la tratadistica correspondiente -a menudo con grabados ilustrativos- que, en el siglo XVI, es muy considerable y donde la imprenta, ya consolidada y generalizada como técnica de impresión, juega un decisivo papel; asimismo, algún otro tipo de literatura artística, como las "Mirabilia Urbis Romae" -especie de guías artístico-religiosas de la Ciudad Eterna-, comienzan ahora a configurarse como importantes fuentes a tener en cuenta, si bien su pleno desarrollo corresponderá al seiscientos.
El viaje a Italia de los artistas europeos es el modo más cabal de entrar en contacto con la nueva cultura artística. A partir de las primeras décadas del siglo XVI se hacen cada vez más frecuentes, cuando en el siglo anterior los contactos por esta vía habían sido escasos. El caso del pintor Jean Fouquet, en Roma hacia mediados del cuatrocientos, resulta excepcional, pero de importantes consecuencias a su vuelta a Francia en pro de un arte renovado -sobre todo en su sentido de la perspectiva- fuera de Italia, y premonición de lo que sucederá en el quinientos.
El mecenazgo ecléctico ejercido por algunas cortes quattrocentistas es, también, un factor a considerar. Al tiempo que recogen y asumen por su parte la sugestión e influjo de la pintura flamenca, no son ajenos a la difusión del gusto italiano en Europa centros como Urbino, donde para Federico de Montefeltro (1444-1482) trabajan no sólo Alberti, Luciano Laurana, Francesco di Giorgio Martini o Piero della Francesca, sino artistas del Norte como Justo de Gante, o españoles como Pedro de Berruguete. Similar es el caso de Ferrara, que, bajo el despotismo cultural de los Este y durante la segunda mitad del Quattrocento, se convierte en uno de los centros más activos de Italia; en torno a mediados del siglo XV constatamos la presencia en la ciudad tanto de artistas italianos (Alberti, Pisanello o Piero) como del flamenco Roger van der Weyden.
El dominio aragonés del reino de Nápoles, que es un hecho desde mediados del siglo XV; supone un motivo de constantes intercambios, culturales en general y artísticos en particular, importantes sobre todo para España. Asimismo, las luchas por la posesión del Milanesado y el control de la Lombardía, claves para Francia y España, que en la zona desplegarán una serie de campañas militares, son un factor determinante para la difusión -junto con los grabados- de los primeros repertorios decorativos, lombardos precisamente, en ambas metrópolis.
El mecenazgo protagonizado por extranjeros en Italia, sobre el arte más avanzado de ésta, que es el más avanzado del momento, va a tener consecuencias importantes al regreso de estos comitentes a sus países de origen. El ejemplo más sobresaliente, en este sentido, es el de los franceses impuestos a la corte pontificia tras la incursión italiana de Carlos VIII, hacia 1495. Entre otros, es por demás significativo, y no podía dejar de producir su impacto, que una obra tan fundamental como la Piedad vaticana de Miguel Angel tuviera como patrocinador al cardenal francés Jean de Billiéres de la Groslaye.
Asimismo tenemos que contabilizar la importación, por parte de varios países europeos, de obras italianas. Además de pinturas, mediante encargo directo al artista y su taller (el caso de Tiziano, ya en pleno siglo XVI y sobre todo para España, sería el más relevante) o por compra de obras ya realizadas (en relación con el fenómeno del coleccionismo cada vez más pujante), hay que hacer referencia a gran cantidad de esculturas y relieves arquitectónicos. En ambos casos, el hecho ha de ser puesto en relación, también, con el creciente prestigio del mármol como material escultórico, el de Carrara en concreto, que asimismo es demandado e importado en bruto, y con el auge de la escultura funeraria que, haciéndose eco de la importancia que a las ideas de la fama y de la gloria se conceden dentro del Renacimiento italiano, es algo que asumen las cortes europeas. En este sentido, a inicios del siglo XVI, el eje Génova-Francia, convertida esta república italiana en zona de influencia política gala, resulta acaso uno de los ejemplos más relevantes, y propició, asimismo, la instalación de artífices italianos en la corte francesa.
Por último, hemos de hacer mención de una serie de artistas italianos que, demandados por diversos países europeos, desarrollan una actividad de alcance diverso fuera de sus centros de origen.
En la idea señalada, el arte francés, en su conjunto, es seguramente el que mejor sepa elaborar los aportes italianos, sabiendo sacar las consecuencias de la decidida voluntad real de incorporar el país a la nueva cultura renacentista, como veremos. Será lo contrario de Inglaterra y Pietro Torrigiano, que, en consideración a la valía, de autor y obra, sí consideraremos, dentro del interés que por la escultura funeraria muestran la mayoría de las monarquías europeas a inicios del siglo XVI.
En otras ocasiones, junto a todo tipo de mentores y consejeros, artistas italianos de consideración bastante modesta, significan para determinados centros un revulsivo artístico-cultural de futuras consecuencias, aunque de momento su producción más bien se adapte a la tradición local. Tal es el caso de la corte de Margarita de Austria en Malinas (Países Bajos), que, en línea con los ideales de su padre Maximiliano, es de resultados, en general, goticistas y medievalizantes, pero de un extraordinario porvenir con Carlos V, aquí educándose con su tía y regente.
Finalmente, existen otra serie de casos en que, al carácter de artífices de segundo orden, hay que añadir la consecuencia más epidérmica de sus producciones fuera de Italia que, si no exactamente obras exóticas, sí resultan en el país en cuestión, de modo general y ante todo, realizaciones pintorescas y aisladas, respecto a su contexto. Tales son los casos de obras, arquitectónicas sobre todo, de carácter bastante híbrido, en general, en Dinamarca, Rusia o Moravia.
Más congruentes con la nueva cultura renacentista, resultan, en cambio, el patio del castillo de Wawel (1502-1536) en Cracovia, o el Belvedere de Praga (1538), que, no obstante, no dejan de ser episodios sin una efectiva continuidad. Realmente toda la reconstrucción del castillo polaco citado, así como el proyecto de la capilla Jagellónica en la catedral de Cracovia (1519-1531), obras ambas encargadas por Segismundo I (1506-1548) a artífices italianos, son significativas, más que nada, por su carácter claramente diferenciado del contexto arquitectónico, al usar el lenguaje renacentista, dada la voluntad de plasmar su prestigio en esta línea, por parte del monarca polaco. Elocuente resulta también, ahora respecto al sustrato ideológico europeo diverso del italiano, el hecho de que, aconsejado por Erasmo de Rotterdam, el rey haga cambiar, en 1527-28, la decoración de la capilla señalada, prevista en claves neoplatónicas, por otra de simbolismo bíblico, en concreto de temas relativos a Salomón. Algunas incongruencias, de todos modos, no dejan de producirse; así, en la remodelada fortaleza medieval de Wawel, el aludido patio de honor en su interior muestra, sobre las dobles galerías de base con disposición y ritmo de arcadas bastante correctos, desde una óptica clasicista, un extraño tercer piso, de gran desarrollo vertical, con unos soportes alejados de cualquier idea de proporción clásica.
Con una razón u otra, han quedado nombrados y mínimamente perfilados, creemos, esos centros italianos que, más que el florentino, van a ser significativos en la gestación del Renacimiento europeo, como son Lombardía y Ferrara. El primero, sobre todo, en relación con la decoración arquitectónica, desajustado del modelo florentino, más sobrio, por su exceso ornamental. El segundo, interesante para la pintura alemana anterior a Durero -en ocasiones, los resultados no son muy diversos en ambos casos-, muestra un marcado expresionismo ajeno por completo a una estética clásica. Importante es, asimismo, la atracción que para Europa significa Padua y el arte de Andrea Mantegna, con una importante obra grabada de cierta difusión, cuyo sentido del pathos clásico, por ejemplo, será decisivo para Durero. Venecia, por su parte, de intensa actividad comercial con ciudades del centro de Europa, es reclamo para artistas del Norte de los Alpes, en gran medida, por su condición, a inicios del quinientos, de centro neurálgico en la técnica y producción de grabados; ésta será, en concreto, la razón del primer viaje de Durero a la república del Adriático.
Quizá estos centros italianos mencionados, sobre todo los casos de Ferrara y Lombardía, con fuertes pervivencias del gótico en este último durante todo el siglo XV, no tan puros respecto al tópico del modelo florentino, resultaran más cercanos a los artistas europeos que, de este modo, no encontrarían sus propias producciones artísticas tan alejadas y trasnochadas, en relación con la vanguardia renacentista.